sábado, 24 de agosto de 2013

Harry Potter y la cámara secreta ϟ Capitulo 12; La poción "multijugos"

12
La poción "multijugos"

Dejaron la escalera de piedra y la profesora McGonagall lla­mó a la puerta. Ésta se abrió silenciosamente y entraron. La profesora McGonagall pidió a Harry que esperara y lo dejó solo.
Harry miró a su alrededor. Una cosa era segura: de todos los despachos de profesores que había visitado aquel año, el de Dumbledore era, con mucho, el más interesante. Si no hu­biera tenido tanto miedo a ser expulsado del colegio, habría disfrutado observando todo aquello.
Era una sala circular, grande y hermosa, en la que se oía multitud de leves y curiosos sonidos. Sobre las mesas de pa­tas largas y finísimas había chismes muy extraños que ha­cían ruiditos y echaban pequeñas bocanadas de humo. Las paredes aparecían cubiertas de retratos de antiguos directo­res, hombres y mujeres, que dormitaban encerrados en los marcos. Había también un gran escritorio con pies en forma de zarpas, y detrás de él, en un estante, un sombrero de mago ajado y roto: era el Sombrero Seleccionador.
Harry dudó. Echó un cauteloso vistazo a los magos y bru­jas que había en las paredes. Seguramente no haría ningún mal poniéndoselo de nuevo. Sólo para ver si..., sólo para ase­gurarse de que lo había colocado en la casa correcta.
Se acercó sigilosamente al escritorio, cogió el sombrero del estante y se lo puso despacio en la cabeza. Era demasia­do grande y se le caía sobre los ojos, igual que en la anterior ocasión en que se lo había puesto. Harry esperó pero no pasó nada. Luego, una sutil voz le dijo al oído:
—¿No te lo puedes quitar de la cabeza, eh, Harry Potter?
—Mmm, no —respondió Harry—. Esto..., lamento mo­lestarte, pero quería preguntarte...
—Te has estado preguntando si yo te había mandado a la casa acertada —dijo acertadamente el sombrero—. Sí..., tú fuiste bastante difícil de colocar. Pero mantengo lo que dije... aunque —Harry contuvo la respiración— podrías ha­ber ido a Slytherin.
El corazón le dio un vuelco. Cogió el sombrero por la punta y se lo quitó. Quedó colgando de su mano, mugriento y ajado. Algo mareado, lo dejó de nuevo en el estante.
—Te equivocas —dijo en voz alta al inmóvil y silencio­so sombrero. Éste no se movió. Harry se separó un poco, sin dejar de mirarlo. Entonces, un ruido como de arcadas le hizo volverse completamente.
No estaba solo. Sobre una percha dorada detrás de la puerta, había un pájaro de aspecto decrépito que parecía un pavo medio desplumado. Harry lo miró, y el pájaro le devol­vió una mirada torva, emitiendo de nuevo su particular rui­do. Parecía muy enfermo. Tenía los ojos apagados y, mientras Harry lo miraba, se le cayeron otras dos plumas de la cola.
Estaba pensando en que lo único que le faltaba es que el pájaro de Dumbledore se muriera mientras estaba con él a solas en el despacho, cuando el pájaro comenzó a arder.
Harry profirió un grito de horror y retrocedió hasta el escritorio. Buscó por si hubiera cerca un vaso con agua, pero no vio ninguno. El pájaro, mientras tanto, se había converti­do en una bola de fuego; emitió un fuerte chillido, y un ins­tante después no quedaba de él más que un montoncito hu­meante de cenizas en el suelo.
La puerta del despacho se abrió. Entró Dumbledore, con aspecto sombrío.
—Profesor —dijo Harry nervioso—, su pájaro..., no pude hacer nada..., acaba de arder...
Para sorpresa de Harry, Dumbledore sonrió.
—Ya era hora —dijo—. Hace días que tenía un aspecto horroroso. Yo le decía que se diera prisa.
Se rió de la cara atónita que ponía Harry.
Fawkes es un fénix, Harry. Los fénix se prenden fuego cuando les llega el momento de morir, y luego renacen de sus cenizas. Mira...
Harry dirigió la vista hacia la percha a tiempo de ver un pollito diminuto y arrugado que asomaba la cabeza por en­tre las cenizas. Era igual de feo que el antiguo.
—Es una pena que lo hayas tenido que ver el día en que ha ardido —dijo Dumbledore, sentándose detrás del escrito­rio—. La mayor parte del tiempo es realmente precioso, con sus plumas rojas y doradas. Fascinantes criaturas, los fénix. Pueden transportar cargas muy pesadas, sus lágrimas tie­nen poderes curativos y son mascotas muy fieles.
Con el susto del incendio de Fawkes, Harry se había ol­vidado del motivo por el que se encontraba allí, pero lo re­cordó en cuanto Dumbledore se sentó en su silla de respaldo alto, detrás del escritorio, y fijó en él sus ojos penetrantes, de color azul claro.
Sin embargo, antes de que el director pudiera decir otra palabra, la puerta se abrió de improviso e irrumpió Hagrid en el despacho con expresión desesperada, el pasamontañas mal colocado sobre su pelo negro, y el gallo muerto sujeto aún en una mano.
—¡No fue Harry, profesor Dumbledore! —dijo Hagrid deprisa—. Yo hablaba con él segundos antes de que halla­ran al muchacho, señor, él no tuvo tiempo...
Dumbledore trató de decir algo, pero Hagrid seguía ha­blando, agitando el gallo en su desesperación y esparciendo las plumas por todas partes.
—... No puede haber sido él, lo juraré ante el ministro de Magia si es necesario...
—Hagrid, yo...
—Usted se confunde de chico, yo sé que Harry nunca...
—¡Hagrid! —dijo Dumbledore con voz potente—, yo no creo que Harry atacara a esas personas.
—¿Ah, no? —dijo Hagrid, y el gallo dejó de balancearse a su lado—. Bueno, en ese caso, esperaré fuera, señor director.
Y, con cierto embarazo, salió del despacho.
—¿Usted no cree que fui yo, profesor? —repitió Harry esperanzado, mientras Dumbledore limpiaba la mesa de plumas.
—No, Harry —dijo Dumbledore, aunque su rostro volvía a ensombrecerse—. Pero aun así quiero hablar contigo.
Harry aguardó con ansia mientras Dumbledore lo mi­raba, juntando las yemas de sus largos dedos.
—Quiero preguntarte, Harry, si hay algo que te gusta­ría contarme —dijo con amabilidad—. Lo que sea.
Harry no supo qué decir. Pensó en Malfoy gritando: «¡Los próximos seréis los sangre sucia!», y en la pociónmultijugos, que hervía a fuego lento en los aseos de Myrtlela Llorona. Luego pensó en la voz que no salía de ningún sitio, oída en dos ocasiones, y recordó lo que Ron le había dicho: «Oír voces que nadie más puede oír no es buena señal, ni siquiera en el mundo de los magos.» Pensó, también, en lo que todo el mun­do comentaba sobre él, y en su creciente temor a estar de al­guna manera relacionado con Salazar Slytherin...
—No —respondió Harry—, no tengo nada que contarle.


La doble agresión contra Justin y Nick Casi Decapitado con­virtió en auténtico pánico lo que hasta aquel momento había sido inquietud. Curiosamente, resultó ser el destino de Nick Casi Decapitado lo que preocupaba más a la gente. Se pre­guntaban unos a otros qué era lo que podía hacer aquello a un fantasma; qué terrible poder podía afectar a alguien que ya estaba muerto. La gente se apresuró a reservar sitio en el expreso de Hogwarts para volver a casa en Navidad.
—Si sigue así la cosa, sólo nos quedaremos nosotros —dijo Ron a Harry y Hermione—. Nosotros, Malfoy, Crabbe y Goyle. Serán unas vacaciones deliciosas.
Crabbe y Goyle, que siempre hacían lo mismo que Mal­foy, habían firmado también para quedarse en vacaciones. Pero Harry estaba contento de que la mayor parte de la gente se fuera. Estaba harto de que se hicieran a un lado cuando circulaba por los pasillos, como si fueran a salirle colmillos o a escupir veneno; harto de que a su paso los demás murmura­ran, le señalaran y hablaran en voz baja.
Fred y George, sin embargo, encontraban todo aquello muy divertido. Le salían al paso y marchaban delante de él por los corredores gritando:
—Abran paso al heredero de Slytherin, aquí llega el brujo malvado de veras...
Percy desaprobaba tajantemente este comportamiento.
—No es asunto de risa —decía con frialdad.
—Quítate del camino, Percy —decía Fred—. Harry tie­ne prisa.
—Sí, va a la Cámara de los Secretos a tomar el té con su colmilludo sirviente       —decía George, riéndose.
Ginny tampoco lo encontraba divertido.
—¡Ah, no! —gemía cada vez que Fred preguntaba a Harry a quién planeaba atacar a continuación, o cuando, al encontrarse con Harry, George hacía como que se protegía de Harry con un gran diente de ajo.
A Harry no le importaba; incluso le aliviaba que Fred y George pensaran que la idea del heredero de Slytherin era para tomársela a guasa. Pero sus payasadas parecían ener­var a Draco Malfoy, que se amargaba más cada vez que los veía con aquel pitorreo.
—Eso es porque está rabiando de ganas de decir que es él —dijo Ron sentenciosamente—. Ya sabéis cómo aborrece que se le gane en cualquier cosa, y tú te estás llevando toda la gloria de su sucio trabajo.
—No durante mucho tiempo —dijo Hermione en tono satisfecho—. La poción multijugos ya está casi lista. Cual­quier día revelaremos la verdad sobre él.


Por fin concluyó el trimestre, y sobre el colegio cayó un si­lencio tan vasto como la nieve en los campos. Más que lú­gubre, a Harry le pareció tranquilizador, y se alegró de que él, Hermione y los Weasley pudieran gobernar la torre de Gryffindor, lo que quería decir que podían jugar al snap ex­plosivo dando voces y sin molestar a nadie, o podían batirse en privado. Fred, George y Ginny habían preferido quedarse en el colegio a ir a visitar a Bill a Egipto con sus padres. Percy, que desaprobaba lo que llamaba su infantil compor­tamiento, no pasaba mucho tiempo en la sala común de Gryffindor. Ya les había dicho en tono presuntuoso que se quedaba en Navidad porque era el deber de un prefecto ayu­dar a los profesores durante los períodos difíciles.
Amaneció el día de Navidad, frío y blanco. Hermione des­pertó temprano a Harry y Ron, los únicos que quedaban en aquel dormitorio. Iba ya vestida y llevaba regalos para ambos.
—¡Despertad! —dijo en voz alta, abriendo las cortinas de la ventana.
—Hermione..., sabes que no puedes entrar aquí —dijo Ron, protegiéndose los ojos de la luz.
—Feliz Navidad a ti también —le dijo Hermione, arro­jándole su regalo—. Me he levantado hace casi una hora, para añadir más crisopos a la poción. Ya está lista.
Harry se sentó en la cama, despertando por completo de repente.
—¿Estás segura?
—Del todo —dijo Hermione, apartando a la rata Scab­bers para poder sentarse a los pies de la cama—. Si nos deci­dimos a hacerlo, creo que tendría que ser esta noche.
En aquel momento, Hedwig aterrizó en el dormitorio, llevando en el pico un paquete muy pequeño.
—Hola —dijo contento Harry, cuando la lechuza se posó en su cama—, ¿me hablas de nuevo?
La lechuza le picó en la oreja de manera afectuosa, gesto que resultó ser mucho mejor regalo que el que le llevaba, que era de los Dursley. Éstos le enviaban un mondadientes y una nota en la que le pedían que averiguara si podría quedarse en Hogwarts también durante las vacaciones de verano.
El resto de los regalos de Navidad de Harry fueron bas­tante más generosos. Hagrid le enviaba un bote grande de caramelos de café con leche que Harry decidió ablandar al fuego antes de comérselos; Ron le regaló un libro tituladoVolando con los Cannons, que trataba de hechos interesan­tes de su equipo favorito de quidditch; y Hermione le habíacomprado una lujosa pluma de águila para escribir. Harry abrió el último regalo y encontró un jersey nuevo, tejido a mano por la señora Weasley, y un plumcake. Cogió la tarjeta con un renovado sentimiento de culpa, acordándose del co­che del señor Weasley, que no habían vuelto a ver desde la colisión con el sauce boxeador, y de la cantidad de infraccio­nes que habían planeado para el futuro inmediato.


Nadie podía dejar de asistir a la comida de Navidad en Hog­warts, aunque estuviera atemorizado por tener que tomar luego la poción multijugos.
El Gran Comedor relucía por todas partes. No sólo había una docena de árboles de Navidad cubiertos de escarcha, y gruesas serpentinas de acebo y muérdago que se entrecru­zaban en el techo, sino que de lo alto caía nieve mágica, cáli­da y seca. Cantaron villancicos, y Dumbledore los dirigió en algunos de sus favoritos. Hagrid gritaba más fuerte a cada copa de ponche que tomaba. Percy, que no se había dado cuenta de que Fred le había encantado su insignia de pre­fecto, en la que ahora podía leerse «Cabeza de Chorlito», no paraba de preguntar a todos de qué se reían. Harry ni siquiera se preocupaba por los insidiosos comentarios que desde la mesa de Slytherin hacía Draco Malfoy, en voz alta, sobre su nuevo jersey. Con un poco de suerte, Malfoy recibi­ría su merecido unas horas después.
Harry y Ron apenas habían terminado su tercer trozo de tarta de Navidad, cuando Hermione les hizo salir del sa­lón con ella para ultimar los planes para la noche.
—Aún nos falta conseguir algo de las personas en que os vais a convertir —dijo Hermione sin darle importancia, como si los enviara al supermercado a comprar detergen­te—. Y, desde luego, lo mejor será que podáis conseguir algo de Crabbe y de Goyle; como son los mejores amigos de Mal­foy, él les contaría cualquier cosa. Y también tenemos que asegurarnos de que los verdaderos Crabbe y Goyle no apa­recen mientras lo interrogamos.
»Lo tengo todo solucionado —siguió ella tranquilamen­te y sin hacer caso de las caras atónitas de Harry y Ron. Les enseñó dos pasteles redondos de chocolate—. Los he relle­nado con una simple pócima para dormir. Todo lo que tenéis que hacer es aseguraros de que Crabbe y Goyle los encuen­tran. Ya sabéis lo glotones que son; seguro que se los tragan. Cuando estén dormidos, los esconderemos en uno de los ar­marios de la limpieza y les arrancaremos unos pelos.
Harry y Ron se miraron incrédulos.
—Hermione, no creo...
—Podría salir muy mal...
Pero Hermione los miró con expresión severa, como la que habían visto a veces adoptar a la profesora McGonagall.
—La poción no nos servirá de nada si no tenemos unos pelos de Crabbe y Goyle  —dijo con severidad—. Queréis in­terrogar a Malfoy, ¿no?
—De acuerdo, de acuerdo —dijo Harry—. Pero ¿y tú? ¿A quién se lo vas a arrancar tú?
—¡Yo ya tengo el mío! —dijo Hermione alegre, sacando una botellita diminuta de un bolsillo y enseñándoles un úni­co pelo que había dentro de ella—. ¿Os acordáis de que me batí con Millicent Bulstrode en el club de duelo? ¡Al estran­gularme se dejó esto en mi túnica! Y se ha ido a su casa a pasar las Navidades. Así que lo único que tengo que decirles a los de Slytherin es que he decidido volver.
Al marcharse Hermione corriendo para ver cómo iba la poción multijugos, Ron se volvió hacia Harry con una expre­sión fatídica.
—¿Habías oído alguna vez un plan en el que pudieran salir mal tantas cosas?


Pero, para sorpresa de Harry y de Ron, la primera fase de la operación resultó tan sencilla como Hermione había supues­to. Se escondieron en el vacío vestíbulo después de la merien­da de Navidad, esperando a Crabbe y a Goyle, que se habían quedado solos en la mesa de Slytherin, acometiendo cuatro porciones de bizcocho. Harry había dejado los pasteles de cho­colate en el extremo del pasamanos. Al ver a Crabbe y Goyle salir del Gran Comedor, Harry y Ron se ocultaron rápida­mente detrás de una armadura, junto a la puerta principal.
—¿Cuánto puede llegar uno a engordar? —susurró Ron entusiasmado al ver que Crabbe, lleno de alegría, señalaba a Goyle los pasteles y los cogía. Sonriendo de forma estúpi­da, se metieron los pasteles enteros en la boca. Los mastica­ron glotonamente durante un momento, poniendo cara de triunfo. Luego, sin el más leve cambio en la expresión, se desplomaron de espaldas en el suelo.
Lo más difícil fue arrastrarlos hasta el armario, al otro lado del vestíbulo. En cuanto los tuvieron bien escondidos entre las fregonas y los calderos, Harry arrancó un par de pelos como cerdas, de los que Goyle tenía bien avanzada la frente, y Ron arrancó a Crabbe también algunos. Les cogie­ron asimismo los zapatos, porque los suyos eran demasiado pequeños para el tamaño de los pies de Crabbe y Goyle. Luego, todavía aturdidos por lo que acababan de hacer, co­rrieron hasta los aseos de Myrtle la Llorona.
Apenas podían ver nada a través del espeso humo ne­gro que salía del retrete en que Hermione estaba removien­do el caldero. Subiéndose las túnicas para taparse la cara, Harry y Ron llamaron suavemente a la puerta.
—¿Hermione?
Se oyó el chirrido del cerrojo y salió Hermione, con la cara sudorosa y una mirada inquieta. Tras ella se oía el glu­glu de la poción que hervía, espesa como melaza. Sobre la taza del retrete había tres vasos de cristal ya preparados.
Harry sacó el pelo de Goyle.
—Bien. Y yo he cogido estas túnicas de la lavandería —dijo Hermione, enseñándoles una pequeña bolsa—. Nece­sitaréis tallas mayores cuando os hayáis convertido en Crabbe y Goyle.
Los tres miraron el caldero. Vista de cerca, la poción pa­recía barro espeso y oscuro que borboteaba lentamente.
—Estoy segura de que lo he hecho todo bien —dijo Her­mione, releyendo nerviosamente la manchada página deMoste Potente Potions—. Parece que es tal como dice el libro... En cuanto la hayamos bebido, dispondremos de una hora an­tes de volver a convertirnos en nosotros mismos.
—¿Qué se hace ahora? —murmuró Ron.
—La separamos en los tres vasos y echamos los pelos. Hermione sirvió en cada vaso una cantidad considera­ble de poción. Luego, con mano temblorosa, trasladó el pelo de Millicent Bulstrode de la botella al primero de los vasos.
La poción emitió un potente silbido, como el de una olla a presión, y empezó a salir muchísima espuma. Al cabo de un segundo, se había vuelto de un amarillo asqueroso.
—Aggg..., esencia de Millicent Bulstrode —dijo Ron, mirándolo con aversión—. Apuesto a que tiene un sabor re­pugnante.
—Echad los vuestros, venga —les dijo Hermione.
Harry metió el pelo de Goyle en el vaso del medio, y Ron, el pelo de Crabbe en el último. Una y otra poción silba­ron y echaron espuma, la de Goyle se volvió del color caqui de los mocos, y la de Crabbe, de un marrón oscuro y turbio.
—Esperad —dijo Harry, cuando Ron y Hermione cogie­ron sus vasos—. Será mejor que no los bebamos aquí juntos los tres: al convertirnos en Crabbe y Goyle ya no estaremos delgados. Y Millicent Bulstrode tampoco es una sílfide.
—Bien pensado —dijo Ron, abriendo la puerta—. Vaya­mos a retretes separados.
Con mucho cuidado para no derramar una gota de po­ción multijugos, Harry pasó al del medio.
—¿Listos? —preguntó.
—Listos —le contestaron las voces de Ron y Hermione.
—A la una, a las dos, a las tres...
Tapándose la nariz, Harry se bebió la poción en dos grandes tragos. Sabía a col muy cocida.
Inmediatamente, se le empezaron a retorcer las tripas como si acabara de tragarse serpientes vivas. Se encogió y te­mió ponerse malo. Luego, un ardor surgido del estómago se le extendió rápidamente hasta las puntas de los dedos de ma­nos y pies. Jadeando, se puso a cuatro patas y tuvo la horrible sensación de estarse derritiendo al notar que la piel de todo el cuerpo le quemaba como cera caliente, y antes de que los ojos y las manos le empezaran a crecer, los dedos se le hincha­ron, las uñas se le ensancharon y los nudillos se le abultaron como tuercas. Los hombros se le separaron dolorosamente, y un picor en la frente le indicó que el pelo se le caía sobre las cejas. Se le rasgó la túnica al ensanchársele el pecho como un barril que reventara los cinchos. Los pies le dolían dentro de unos zapatos cuatro números menos de su medida...
Todo concluyó tan repentinamente como había comen­zado. Harry se encontró tendido boca abajo, sobre el frío suelo de piedra, oyendo a Myrtle sollozar de tristeza al fon­do de los aseos. Con dificultad, se desprendió de los zapatos y se puso de pie. O sea que así se sentía uno siendo Goyle. Con una gran mano temblorosa se desprendió de su antigua túnica, que le quedaba a un palmo de los tobillos, se puso la otra y se abrochó los zapatos de Goyle, que eran como bar­cas. Se llevó una mano a la frente para retirarse el pelo de los ojos, y se encontró sólo con unos pelos cortos, como cer­das, que le nacían en la misma frente. Entonces comprendió que las gafas le nublaban la vista, porque obviamente Goyle no las necesitaba. Se las quitó y preguntó:
—¿Estáis bien? —De su boca surgió la voz baja y áspera de Goyle.
—Sí —contestó, proveniente de su derecha, el gruñido de Crabbe.
Harry abrió su puerta y se acercó al espejo quebrado. Goyle le devolvió la mirada con ojos apagados y hundidos en las cuencas. Harry se rascó una oreja, tal como hacía Goyle.
Se abrió la puerta de Ron. Se miraron. Salvo por estar pálido y asustado, Ron era idéntico a Crabbe en todo, desde el pelo cortado con tazón hasta los largos brazos de gorila.
—Es increíble —dijo Ron, acercándose al espejo y pin­chando con el dedo la nariz chata de Crabbe—. Increíble.
—Mejor que nos vayamos —dijo Harry, aflojándose el reloj que oprimía la gruesa muñeca de Goyle—. Aún tene­mos que averiguar dónde se encuentra la sala común de Slytherin. Espero que demos con alguien a quien podamos seguir hasta allí.
Ron dijo, contemplando a Harry:
—No sabes lo raro que se me hace ver a Goyle pensando.
Golpeó en la puerta de Hermione.
—Vamos, tenemos que irnos... Una voz aguda le contestó:
—Me... me temo que no voy a poder ir. Id vosotros sin mí.
—Hermione, ya sabemos que Millicent Bulstrode es fea, nadie va a saber que eres tú.
—No, de verdad... no puedo ir. Daos prisa vosotros, no perdáis tiempo.
Harry miró a Ron, desconcertado.
—Pareces Goyle —dijo Ron—. Siempre pone esta cara cuando un profesor pregunta.
—Hermione, ¿estás bien? —preguntó Harry a través de la puerta.
—Sí, estoy bien... Marchaos.
Harry miró el reloj. Ya habían transcurrido cinco de sus preciosos sesenta minutos.
—Espera aquí hasta que volvamos, ¿vale? —dijo él.
Harry y Ron abrieron con cuidado la puerta de los lavabos, comprobaron que no había nadie a la vista y sa­lieron.
—No muevas así los brazos —susurró Harry a Ron.
—¿Eh?
—Crabbe los mantiene rígidos...
—¿Así?
—Sí, mucho mejor.
Bajaron por la escalera de mármol. Lo que necesitaban en aquel momento era a alguien de Slytherin a quien pudie­ran seguir hasta la sala común, pero no había nadie por allí.
—¿Tienes alguna idea? —susurró Harry.
—Cuando los de Slytherin bajan a desayunar, creo que vienen de por allí —dijo Ron, señalando con un gesto de la cabeza la entrada de las mazmorras. Apenas lo había termi­nado de decir, cuando una chica de pelo largo rizado salió de la entrada.
—Perdona —le dijo Ron, yendo deprisa hacia ella—, se nos ha olvidado por dónde se va a nuestra sala común.
—Me parece que no os entiendo —dijo la chica muy tie­sa—. ¿Nuestra sala común? Yo soy de Ravenclaw.
Y se alejó, volviendo recelosa la vista hacia ellos.
Harry y Ron bajaron corriendo los escalones de piedra y se internaron en la oscuridad. Sus pasos resonaban muy fuerte cuando los grandes pies de Crabbe y Goyle golpea­ban contra el suelo, pero temían que la cosa no resultara tan fácil como se habían imaginado.
Los laberínticos corredores estaban desiertos. Fueron bajando más y más pisos, mirando constantemente sus relo­jes para comprobar el tiempo que les quedaba. Después de un cuarto de hora, cuando ya estaban empezando a deses­perarse, oyeron un ruido delante.
—¡Eh! —exclamó Ron, emocionado—. ¡Uno de ellos!
La figura salía de una sala lateral. Sin embargo, des­pués de acercarse a toda prisa, se les cayó el alma a los pies: no se trataba de nadie de Slytherin, era Percy.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Ron, con sorpresa. Percy lo miró ofendido.
—Eso —contestó fríamente— no es asunto de tu incum­bencia. Tú eres Crabbe, ¿no?
—Eh... sí —respondió Ron.
—Bueno, id a vuestros dormitorios —dijo Percy con se­veridad—. En estos días no es muy prudente merodear por los corredores.
—Pues tú lo haces —señaló Ron.
—Yo —dijo Percy, dándose importancia— soy un prefec­to. Nadie va a atacarme.
Repentinamente, resonó una voz detrás de Harry y Ron. Draco Malfoy caminaba hacia ellos, y por primera vez en su vida, a Harry le encantó verlo.
—Estáis ahí —dijo él, mirándolos—. ¿Os habéis pasado todo el tiempo en el Gran Comedor, poniéndoos como cerdos? Os estaba buscando, quería enseñaros algo realmente divertido.
Malfoy echó una mirada fulminante a Percy.
—¿Y qué haces tú aquí, Weasley? —le preguntó con aire despectivo.
Percy se ofendió aún más.
—¡Tendrías que mostrar un poco más de respeto a un prefecto! —dijo—. ¡No me gusta ese tono!
Malfoy lo miró despectivamente e indicó a Harry y a Ron que lo siguieran. A Harry casi se le escapa disculparse ante Percy, pero se dio cuenta justo a tiempo. Él y Ron salie­ron a toda prisa detrás de Malfoy, que les decía, mientras to­maban el siguiente corredor:
—Ese Peter Weasley...
—Percy —le corrigió automáticamente Ron.
—Como sea —dijo Malfoy—. He notado que última­mente entra y sale mucho por aquí, a hurtadillas. Y apuesto a que sé qué es lo que pasa. Cree que va a pillar al heredero de Slytherin él solito.
Lanzó una risotada breve y burlona. Harry y Ron se cambiaron miradas de emoción.
Malfoy se detuvo ante un trecho de muro descubierto y lleno de humedad.
—¿Cuál es la nueva contraseña? —preguntó a Harry.
—Eh... —dijo éste.
—¡Ah, ya! «¡Sangre limpia!» —dijo Malfoy, sin escuchar, y se abrió una puerta de piedra disimulada en la pared. Mal­foy la cruzó y Harry y Ron lo siguieron.
La sala común de Slytherin era una sala larga, semi­subterránea, con los muros y el techo de piedra basta. Va­rias lámparas de color verdoso colgaban del techo mediante cadenas. Enfrente de ellos, debajo de la repisa labrada de la chimenea, crepitaba la hoguera, y contra ella se recortaban las siluetas de algunos miembros de la casa Slytherin, aco­modados en sillas de estilo muy recargado.
—Esperad aquí —dijo Malfoy a Harry y Ron, indicán­doles un par de sillas vacías separadas del fuego—. Voy a traerlo. Mi padre me lo acaba de enviar.
Preguntándose qué era lo que Malfoy iba a enseñarles, Harry y Ron se sentaron, intentando aparentar que se en­contraban en su casa.
Malfoy volvió al cabo de un minuto, con lo que parecía un recorte de periódico. Se lo puso a Ron debajo de la nariz.
—Te vas a reír con esto —dijo.
Harry vio que Ron abría los ojos, asustado. Leyó deprisa el recorte, rió muy forzadamente y pasó el papel a Harry.
Era de El Profeta, y decía:

INVESTIGACIÓN EN EL MINISTERIO DE MAGIA

Arthur Weasley, director del Departamento Contra el Uso Indebido de la Magia, ha sido multado hoy con cincuenta galeones por embrujar un automóvilmuggle.
El señor Lucius Malfoy, miembro del Consejo Escolar del Colegio Hogwarts de Magia, en donde el citado coche embrujado se estrelló a comienzos del presente curso, ha pedido hoy la dimisión del señor Weasley.
«Weasley ha manchado la reputación del Minis­terio», declaró el señor Malfoy a nuestro enviado. «Es evidente que no es la persona adecuada para redactar nuestras leyes, y su ridícula Ley de defen­sa de los muggles debería ser retirada inmediata­mente.»
El señor Weasley no ha querido hacer declaracio­nes, si bien su esposa amenazó a los periodistas di­ciéndoles que si no se marchaban, les arrojaría el fantasma de la familia.

—¿Y bien? —dijo Malfoy impaciente, cuando Harry le devolvió el recorte—. ¿No os parece divertido?
—Ja, ja —rió Harry lúgubremente.
—Arthur Weasley tiene tanto cariño a los muggles que debería romper su varita mágica e irse con ellos —dijo Mal­foy desdeñosamente—. Por la manera en que se comportan, nadie diría que los Weasley son de sangre limpia.
A Ron (o, más bien, a Crabbe) se le contorsionaba la cara de la rabia.
—¿Qué te pasa, Crabbe? —dijo Malfoy bruscamente.
—Me duele el estómago —gruñó Ron.
—Bueno, pues id a la enfermería y dadles a todos esossangre sucia una patada de mi parte —dijo Malfoy, riéndo­se—. ¿Sabéis qué? Me sorprende que El Profeta aún no haya dicho nada de todos esos ataques —continuó diciendo pen­sativamente—. Supongo que Dumbledore está tapándolo todo. Si no para la cosa pronto, tendrá que dimitir. Mi padre dice siempre que la dirección de Dumbledore es lo peor que le ha ocurrido nunca a este colegio. Le gustan los que vienen de familia muggle. Un director decente no habría admitido nunca una basura como el Creevey ése.
Malfoy empezó a sacar fotos con una cámara imagina­ria, imitando a Colin, cruel pero acertadamente.
—Potter, ¿puedo sacarte una foto, Potter? ¿Me conce­des un autógrafo? ¿Puedo lamerte los zapatos, Potter, por favor?
Bajó las manos y se quedó mirando a Harry y a Ron.
—¿Qué os pasa a vosotros dos?
Demasiado tarde, Harry y Ron se rieron a la fuerza; sin embargo, Malfoy pareció satisfecho. Quizá Crabbe y Goyle fueran siempre lentos para comprender las gracias.
San Potter, el amigo de los sangre sucia —dijo Malfoy lentamente—. Ése es otro de los que no tienen verdadero sentimiento de mago, de lo contrario no iría por ahí con esa sangre sucia presuntuosa que es Granger. ¡Y se creen que él es el heredero de Slytherin!
Harry y Ron estaban con el corazón en un puño; quizás a Malfoy le faltaban unos segundos para decirles que el he­redero era él. Pero en aquel momento...
—Me gustaría saber quién es —dijo Malfoy, petulan­te—. Podría ayudarle.
A Ron se le quedó la boca abierta, de manera que la cara de Crabbe parecía aún más idiota de lo usual. Afortunadamente, Malfoy no se dio cuenta, y Harry, pensando rápido, dijo:
—Tienes que tener una idea de quién hay detrás de todo esto.
—Ya sabes que no, Goyle, ¿cuántas veces tengo que de­círtelo? —dijo Malfoy bruscamente—. Y mi padre tampoco quiere contarme nada sobre la última vez que se abrió la Cámara de los Secretos. Aunque sucedió hace cincuenta años, y por tanto antes de su época, él lo sabe todo sobre aquello, pero dice que la cosa se mantuvo en secreto y ase­gura que resultaría sospechoso si yo supiera demasiado. Pero sé algo: la última vez que se abrió la Cámara de los Se­cretos, murió un sangre sucia. Así que supongo que sólo es cuestión de tiempo que muera otro esta vez... Espero que sea Granger —dijo con deleite.
Ron apretaba los grandes puños de Crabbe. Dándose cuenta de que todo se echaría a perder si pegaba a Malfoy, Harry le dirigió una mirada de aviso y dijo:
—¿Sabes si cogieron al que abrió la cámara la última vez?
—Sí... Quienquiera que fuera, lo expulsaron —dijo Mal­foy—. Aún debe de estar en Azkaban.
—¿En Azkaban? —preguntó Harry, sin entender.
—Claro, en Azkaban, la prisión mágica, Goyle —dijo Malfoy, mirándole, sin dar crédito a su torpeza—. La verdad es que si fueras más lento irías para atrás.
Se movió nervioso en su silla y dijo:
—Mi padre dice que tengo que mantenerme al margen y dejar que el heredero de Slytherin haga su trabajo. Dice que el colegio tiene que librarse de toda esa infecta sangre sucia, pero que yo no debo mezclarme. Naturalmente, él ya tiene bastantes problemas por el momento. ¿Sabéis que el Ministerio de Magia registró nuestra casa la semana pasa­da? —Harry intentó que la inexpresiva cara de Goyle expre­sara algo de preocupación—. Sí... —dijo Malfoy—. Por suerte, no encontraron gran cosa. Mi padre posee algunos objetos de Artes Oscuras muy valiosos. Pero afortunadamente nosotros también tenemos nuestra propia cámara secreta debajo del suelo del salón.
—¡Ah! —exclamó Ron.
Malfoy lo miró. Harry hizo lo mismo. Ron se puso rojo, incluso el pelo se le volvió un poco rojo. También se le alargó la nariz. La hora de que disponían llegaba a su fin, de forma que Ron estaba empezando a convertirse en sí mismo, y a juzgar por la mirada de horror que dirigía a Harry, a éste le estaba sucediendo lo mismo.
Se pusieron de pie de un salto.
—Necesito algo para el estómago —gruñó Ron, y sin más preámbulos echaron a correr a lo largo de la sala común de Slytherin, lanzándose contra el muro de piedra y metiéndose por el corredor, y deseando desesperadamente que Malfoy no se hubiera dado cuenta de nada. Harry podía notarse los pies sueltos dentro de los grandes zapatos de Goyle, y tuvo que le­vantarse los bajos de la túnica al hacerse más pequeño. Su­bieron los escalones y llegaron al oscuro vestíbulo de entra­da, en que se oían los sordos golpes que llegaban del armario en que habían encerrado a Crabbe y Goyle. Dejando los zapa­tos junto a la puerta del armario, subieron corriendo en cal­cetines hasta los lavabos de Myrtlela Llorona.
—Bueno, no ha sido completamente inútil —dijo Ron, ce­rrando tras ellos la puerta de los aseos—. Ya sé que todavía no hemos averiguado quién ha cometido las agresiones, pero mañana voy a escribir a mi padre para decirle que miren de­bajo del salón de Malfoy.
Harry se miró la cara en el espejo roto. Volvía a la nor­malidad. Se puso las gafas mientras Ron llamaba a la puer­ta del retrete de Hermione.
—Hermione, sal, tenemos muchas cosas que contarte.
—¡Marchaos! —chilló Hermione.
Harry y Ron se miraron el uno al otro.
—¿Qué pasa? —dijo Ron—. Tienes que estar a punto de volver a la normalidad, nosotros ya...
Pero Myrtle la Llorona salió de repente atravesando la puerta del retrete. Harry nunca la había visto tan contenta.
—¡Aaaaaaaah, ya la veréis! —dijo—. ¡Es horrible!
Oyeron descorrerse el cerrojo, y Hermione salió, sollo­zando, tapándose la cara con la túnica.
—¿Qué pasa? —preguntó Ron, vacilante—. ¿Todavía te queda la nariz de Millicent o algo así?
Hermione se descubrió la cara y Ron retrocedió hasta darse en los riñones con un lavabo.
Tenía la cara cubierta de pelo negro. Los ojos se le ha­bían puesto amarillos y unas orejas puntiagudas le sobresa­lían de la cabeza.
—¡Era un pelo de gato! —maulló—. ¡Mi-Millicent Buls­trode debe de tener un gato! ¡Y la poción no está pensada para transformarse en animal!
—¡Eh, vaya! —exclamó Ron.
—Todos se van a reír de ti —dijo Myrtle, muy contenta.
—No te preocupes, Hermione —se apresuró a decir Harry—. Te llevaremos a la enfermería. La señora Pomfrey no hace nunca demasiadas preguntas...
Les costó mucho trabajo convencer a Hermione de que saliera de los aseos. Myrtle la Llorona los siguió riéndose con ganas.
—¡Pues ya verás cuando todos se enteren de que tienes cola!

Harry Potter y la cámara secreta ϟ Capitulo 11; El club de duelo

11
El club de duelo

Al despertar Harry la mañana del domingo, halló el dormi­torio resplandeciente con la luz del sol de invierno, y su bra­zo otra vez articulado, aunque muy rígido. Se sentó ensegui­da y miró hacia la cama de Colin, pero estaba oculto tras las largas cortinas que el propio Harry había corrido el día an­terior. Al ver que se había despertado, la señora Pomfrey se acercó afanosamente con la bandeja del desayuno, y se puso a flexionarle y estirarle a Harry el brazo y los dedos.
—Todo va bien —le dijo, mientras él apuraba torpe­mente con su mano izquierda las gachas de avena—. Cuan­do termines de comer, puedes irte.
Harry se vistió lo más deprisa que pudo y salió precipi­tadamente hacia la torre de Gryffindor, deseoso de hablar con Ron y Hermione sobre Colín y Dobby, pero no los encon­tró allí. Harry dejó de buscarlos, preguntándose adónde po­dían haber ido y algo molesto de que no parecieran interesa­dos en saber si él había recuperado o no sus huesos.
Cuando pasó por delante de la biblioteca, Percy Weas­ley precisamente salía de ella, y parecía estar de mucho me­jor humor que la última vez que lo habían encontrado.
—¡Ah, hola, Harry! —dijo—. Excelente jugada la de ayer, realmente excelente. Gryffindor acaba de ponerse a la cabeza de la copa de las casas: ¡ganaste cincuenta puntos!
—¿No has visto a Ron ni a Hermione? —preguntó Harry.
—No, no los he visto —contestó Percy, dejando de son­reír—. Espero que Ron no esté otra vez en el aseo de las chicas...
Harry forzó una sonrisa, siguió a Percy con la vista hasta que desapareció, y se fue derecho al aseo de Myrtle la Llorona. No encontraba ningún motivo para que Ron y Hermione estuvieran allí, pero después de asegurarse de que no merodeaban por el lugar Filch ni ningún prefecto, abrió la puerta y oyó sus voces provenientes de un retrete cerrado.
—Soy yo —dijo, entrando en los lavabos y cerrando la puerta. Oyó un golpe metálico, luego otro como de salpica­dura y un grito ahogado, y vio a Hermione mirando por el agujero de la cerradura.
—¡Harry! —dijo ella—. Vaya susto que nos has dado. Entra. ¿Cómo está tu brazo?
—Bien —dijo Harry, metiéndose en el retrete. Habían puesto un caldero sobre la taza del inodoro, y un crepitar que provenía de dentro le indicó que habían prendido un fuego bajo el caldero. Prender fuegos transportables y su­mergibles era la especialidad de Hermione.
—Pensamos ir a verte, pero decidimos comenzar a pre­parar la poción multijugos  —le explicó Ron, después de que Harry cerrara de nuevo la puerta del retrete. Hemos pensa­do que éste es el lugar más seguro para guardarla.
Harry empezó a contarles lo de Colin, pero Hermione lo interrumpió.
—Ya lo sabemos, oímos a la profesora McGonagall ha­blar con el profesor Flitwick esta mañana. Por eso pensa­mos que era mejor darnos prisa.
—Cuanto antes le saquemos a Malfoy una declaración, mejor —gruñó Ron—. ¿No piensas igual? Se ve que después del partido de quidditch estaba tan sulfurado que la tomó con Colin.
—Hay alguien más —dijo Harry, contemplando a Her­mione, que partía manojos de centinodia y los echaba a la poción—. Dobby vino en mitad de la noche a hacerme una visita.
Ron y Hermione levantaron la mirada, sorprendidos. Harry les contó todo lo que Dobby le había dicho... y lo que no le había querido decir. Ron y Hermione lo escucharon con la boca abierta.
—¿La Cámara de los Secretos ya fue abierta antes? —le preguntó Hermione.
—Es evidente —dijo Ron con voz de triunfo—. Lucius Malfoy abriría la cámara en sus tiempos de estudiante y ahora le ha explicado a su querido Draco cómo hacerlo. Está claro. Sin embargo, me gustaría que Dobby te hubiera dicho qué monstruo hay en ella. Me gustaría saber cómo es posible que nadie se lo haya encontrado merodeando por el colegio.
—Quizá pueda volverse invisible —dijo Hermione, em­pujando unas sanguijuelas hacia el fondo del caldero—. O quizá pueda disfrazarse, hacerse pasar por una armadura o algo así. He leído algo sobre fantasmas camaleónicos...
—Lees demasiado, Hermione —le dijo Ron, echando crisopos encima de las sanguijuelas. Arrugó la bolsa vacía de los crisopos y miró a Harry—. Así que fue Dobby el que no nos dejó coger el tren y el que te rompió el brazo... —Mo­vió la cabeza—. ¿Sabes qué, Harry? Si no deja de intentar salvarte la vida, te va a matar.


La noticia de que habían atacado a Colin Creevey y de que éste yacía como muerto en la enfermería se extendió por todo el colegio durante la mañana del lunes. El ambiente se llenó de rumores y sospechas. Los de primer curso se des­plazaban por el castillo en grupos muy compactos, como si temieran que los atacaran si iban solos.
Ginny Weasley, que se sentaba junto a Colin Creevey en la clase de Encantamientos, estaba consternada, pero a Harry le parecía que Fred y George se equivocaban en la manera de animarla. Se turnaban para esconderse detrás de las estatuas, disfrazados con una piel, y asustarla cuan­do pasaba. Pero tuvieron que parar cuando Percy se hartó y les dijo que iba a escribir a su madre para contarle que por su culpa Ginny tenía pesadillas.
Mientras tanto, a escondidas de los profesores, se desa­rrollaba en el colegio un mercado de talismanes, amuletos y otros chismes protectores. Neville Longbottom había com­prado una gran cebolla verde, cuyo olor decían que alejaba el mal, un cristal púrpura acabado en punta y una cola po­drida de tritón antes de que los demás chicos de Gryffindor le explicaran que él no corría peligro, porque tenía la sangre limpia y por tanto no era probable que lo atacaran.
—Fueron primero por Filch —dijo Neville, con el miedo escrito en su cara redonda—, y todo el mundo sabe que yo soy casi un squib.


Durante la segunda semana de diciembre, la profesora McGonagall pasó, como de costumbre, a recoger los nom­bres de los que se quedarían en el colegio en Navidades. Harry, Ron y Hermione firmaron en la lista; habían oído que Malfoy se quedaba, lo cual les pareció muy sospechoso. Las vacaciones serían un momento perfecto para utilizar la po­ción multijugos e intentar sonsacarle una confesión.
Por desgracia, la poción estaba a medio acabar. Aún ne­cesitaban el cuerno de bicornio y la piel de serpiente arbó­rea africana, y el único lugar del que podrían sacarlos era el armario privado de Snape. A Harry le parecía que preferi­ría enfrentarse al monstruo legendario de Slytherin a tener que soportar las iras de Snape si lo pillaba robándole en el despacho.
—Lo que tenemos que hacer —dijo animadamente Her­mione, cuando se acercaba la doble clase de Pociones de la tarde del jueves— es distraerle con algo. Entonces uno de no­sotros podrá entrar en el despacho de Snape y coger lo que necesitamos. —Harry y Ron la miraron nerviosos—. Creo que es mejor que me encargue yo misma del robo   —continué Hermione, como si tal cosa—. A vosotros dos os expulsarían si os pillaran en otra, mientras que yo tengo el expediente limpio. Así que no tenéis más que originar un tumulto lo su­ficientemente importante para mantener ocupado a Snape unos cinco minutos.
Harry sonrió tímidamente. Provocar un tumulto en la clase de Pociones de Snape era tan arriesgado como pegarle un puñetazo en el ojo a un dragón dormido.
Las clases de Pociones se impartían en una de las maz­morras más espaciosas. Aquella tarde de jueves, la clase se desarrollaba como siempre. Veinte calderos humeaban en­tre los pupitres de madera, en los que descansaban balanzas de latón y jarras con los ingredientes. Snape rondaba por entre los fuegos, haciendo comentarios envenenados sobre el trabajo de los de Gryffindor, mientras los de Slytherin se reían a cada crítica. Draco Malfoy, que era el alumno favorito de Snape, hacia burla con los ojos a Ron y Harry, que sa­bían que si le contestaban tardarían en ser castigados me­nos de lo que se tarda en decir «injusto».
A Harry la pócima infladora le salía demasiado líquida, pero en aquel momento le preocupaban otras cosas más im­portantes. Aguardaba una seña de Hermione, y apenas pres­tó atención cuando Snape se detuvo a mirar con desprecio su poción agnada. Cuando Snape se volvió y se fue a ridiculizar a Neville, Hermione captó la mirada de Harry; y le hizo con la cabeza un gesto afirmativo.
Harry se agachó rápidamente y se escondió detrás de su caldero, se sacó de un bolsillo una de las bengalas del doctor Filibuster que tenía Fred, y le dio un golpe con la varita. La bengala se puso a silbar y echar chispas. Sabiendo que sólo contaba con unos segundos, Harry se levantó, apuntó y la lanzó al aire. La bengala aterrizó dentro del caldero de Goyle.
La poción de Goyle estalló, rociando a toda la clase. Los alumnos chillaban cuando los alcanzaba la pócima inflado­ra. A Malfoy le salpicó en toda la cara, y la nariz se le empe­zó a hinchar como un balón; Goyle andaba a ciegas tapándo­se los ojos con las manos, que se le pusieron del tamaño de platos soperos, mientras Snape trataba de restablecer la calma y de entender qué había sucedido. Harry vio a Her­mione aprovechar la confusión para salir discretamente por la puerta.
—¡Silencio! ¡SILENCIO! —gritaba Snape—. Los que ha­yan sido salpicados por la poción, que vengan aquí para ser curados. Y cuando averigüe quién ha hecho esto...
Harry intentó contener la risa cuando vio a Malfoy apresurarse hacia la mesa del profesor, con la cabeza caída a causa del peso de la nariz, que había llegado a alcanzar el tamaño de un pequeño melón. Mientras la mitad de la clase se apiñaba en torno a la mesa de Snape, unos quejándose de sus brazos del tamaño de grandes garrotes, y otros sin po­der hablar debido a la hinchazón de sus labios, Harry vio que Hermione volvía a entrar en la mazmorra, con un bulto debajo de la túnica.
Cuando todo el mundo se hubo tomado un trago de antí­doto y las diversas hinchazones remitieron, Snape se fue hasta el caldero de Goyle y extrajo los restos negros y retor­cidos de la bengala. Se produjo un silencio repentino.
—Si averiguo quién ha arrojado esto —susurró Sna­pe—, me aseguraré de que lo expulsen.
Harry puso una cara que esperaba que fuera de perple­jidad. Snape lo miraba a él, y la campana que sonó al cabo de diez minutos no pudo ser mejor bienvenida.
—Sabe que fui yo —dijo Harry a Ron y Hermione, mien­tras iban deprisa a los aseos de Myrtle la Llorona—. Podría jurarlo.
Hermione echó al caldero los nuevos ingredientes y re­movió con brío.
—Estará lista dentro de dos semanas —dijo contenta.
—Snape no tiene ninguna prueba de que hayas sido tú —dijo Ron a Harry, tranquilizándolo—. ¿Qué puede hacer?
—Conociendo a Snape, algo terrible —dijo Harry, mien­tras la poción levantaba borbotones y espuma.


Una semana más tarde, Harry, Ron y Hermione cruzaban el vestíbulo cuando vieron a un puñado de gente que se agol­paba delante del tablón de anuncios para leer un pergamino que acababan de colgar. Seamus Finnigan y Dean Thomas les hacían señas, entusiasmados.
—¡Van a abrir un club de duelo! —dijo Seamus—. ¡La primera sesión será esta noche! No me importaría recibir unas clases de duelo, podrían ser útiles en estos días...
—¿Por qué? ¿Acaso piensas que se va a batir el mons­truo de Slytherin? —preguntó Ron, pero lo cierto es que también él leía con interés el cartel.
—Podría ser útil —les dijo a Harry y Hermione cuando se dirigían a cenar—. ¿Vamos?
Harry y Hermione se mostraron completamente a fa­vor, así que aquella noche, a las ocho, se dirigieron deprisa al Gran Comedor. Las grandes mesas de comedor habían desaparecido, y adosada a lo largo de una de las paredes había una tarima dorada, iluminada por miles de velas que flotaban en el aire. El techo volvía a ser negro, y la ma­yor parte de los alumnos parecían haberse reunido debajo de él, portando sus varitas mágicas y aparentemente entu­siasmados.
—Me pregunto quién nos enseñará —dijo Hermione, mientras se internaban en la alborotada multitud—. Alguien me ha dicho que Flitwick fue campeón de duelo cuan­do era joven, quizá sea él.
—Con tal de que no sea... —Harry empezó una frase que terminó en un gemido: Gilderoy Lockhart se encaminaba a la tarima, resplandeciente en su túnica color ciruela oscuro, y lo acompañaba nada menos que Snape, con su usual túnica negra.
Lockhart rogó silencio con un gesto del brazo y dijo:
—¡Venid aquí, acercaos! ¿Me ve todo el mundo? ¿Me oís todos? ¡Estupendo! El profesor Dumbledore me ha concedi­do permiso para abrir este modesto club de duelo, con la in­tención de prepararos a todos vosotros por si algún día nece­sitáis defenderos tal como me ha pasado a mí en incontables ocasiones (para más detalles, consultad mis obras).
»Permitidme que os presente a mi ayudante, el profesor Snape —dijo Lockhart, con una amplia sonrisa—. Él dice que sabe un poquito sobre el arte de batirse, y ha accedido desinteresadamente a ayudarme en una pequeña demos­tración antes de empezar. Pero no quiero que os preocupéis los más jóvenes: no os quedaréis sin profesor de Pociones después de esta demostración, ¡no temáis!
—¿No estaría bien que se mataran el uno al otro? —su­surró Ron a Harry al oído.
En el labio superior de Snape se apreciaba una especie de mueca de desprecio. Harry se preguntaba por qué Lock­hart continuaba sonriendo; si Snape lo hubiera mirado como miraba a Lockhart, habría huido a todo correr en la dirección opuesta.
Lockhart y Snape se encararon y se hicieron una reve­rencia. O, por lo menos, la hizo Lockhart, con mucha floritu­ra de la mano, mientras Snape movía la cabeza de mal hu­mor. Luego alzaron sus varitas mágicas frente a ellos, como si fueran espadas.
—Como veis, sostenemos nuestras varitas en la posi­ción de combate convencional —explicó Lockhart a la silen­ciosa multitud—. Cuando cuente tres, haremos nuestro primer embrujo. Pero claro está que ninguno de los dos tiene intención de matar.
—Yo no estaría tan seguro —susurró Harry, viendo a Snape enseñar los dientes.
—Una..., dos... y tres.
Ambos alzaron las varitas y las dirigieron a los hom­bros del contrincante. Snape gritó:
¡Expelliarmus!
Resplandeció un destello de luz roja, y Lockhart despe­gó en el aire, voló hacia atrás, salió de la tarima, pegó contra el muro y cayó resbalando por él hasta quedar tendido en el suelo.
Malfoy y algunos otros de Slytherin vitorearon. Her­mione se puso de puntillas.
—¿Creéis que estará bien? —chilló por entre los dedos con que se tapaba la cara.
—¿A quién le preocupa? —dijeron Harry y Ron al mis­mo tiempo.
Lockhart se puso de pie con esfuerzo. Se le había caído el sombrero y su pelo ondulado se le había puesto de punta.
—¡Bueno, ya lo habéis visto! —dijo, tambaleándose al volver a la tarima—. Eso ha sido un encantamiento de de­sarme; como podéis ver, he perdido la varita... ¡Ah, gracias, señorita Brown! Sí, profesor Snape, ha sido una excelente idea enseñarlo a los alumnos, pero si no le importa que se lo diga, era muy evidente que iba a atacar de esa manera. Si hubiera querido impedírselo, me habría resultado muy fá­cil. Pero pensé que sería instructivo dejarles que vieran...
Snape parecía dispuesto a matarlo, y quizá Lockhart lo notara, porque dijo:
—¡Basta de demostración! Vamos a colocaros por pare­jas. Profesor Snape, si es tan amable de ayudarme...
Se metieron entre la multitud a formar parejas. Lock­hart puso a Neville con Justin Finch-Fletchley, pero Snape llegó primero hasta donde estaban Ron y Harry
—Ya es hora de separar a este equipo ideal, creo —dijo con expresión desdeñosa—. Weasley, puedes emparejarte con Finnigan. Potter...
Harry se acercó automáticamente a Hermione.
—Me parece que no —dijo Snape, sonriendo con frial­dad—. Señor Malfoy, aquí. Veamos qué puedes hacer con el famoso Potter. La señorita Granger que se ponga con Buls­trode.
Malfoy se acercó pavoneándose y sonriendo. Detrás de él iba una chica de Slytherin que le recordó a Harry una foto que había visto en Vacaciones con las brujas. Era alta y ro­busta, y su poderosa mandíbula sobresalía agresivamente. Hermione la saludó con una débil sonrisa que la otra no le devolvió.
—¡Poneos frente a vuestros contrincantes —dijo Lock­hart, de nuevo sobre la tarima— y haced una inclinación!
Harry y Malfoy apenas bajaron la cabeza, mirándose fi­jamente.
—¡Varitas listas! —gritó Lockhart—. Cuando cuente hasta tres, ejecutad vuestros hechizos para desarmar al oponente. Sólo para desarmarlo; no queremos que haya nin­gún accidente. Una, dos y... tres.
Harry apuntó la varita hacia los hombros de Malfoy, pero éste ya había empezado a la de dos. Su conjuro le hizo el mismo efecto que si le hubieran golpeado en la cabeza con una sartén. Harry se tambaleó pero aguantó, y sin perder tiempo, dirigió contra Malfoy su varita, diciendo:
¡Rictusempra!
Un chorro de luz plateada alcanzó a Malfoy en el estó­mago, y el chico se retorció, respirando con dificultad.
—¡He dicho sólo desarmarse! —gritó Lockhart a la com­bativa multitud cuando Malfoy cayó de rodillas; Harry lo había atacado con un encantamiento de cosquillas, y ape­nas se podía mover de la risa. Harry no volvió a atacar, por­que le parecía que no era deportivo hacerle a Malfoy más encantamientos mientras estaba en el suelo, pero fue un error. Tomando aire, Malfoy apuntó la varita a las rodillas de Harry, y dijo con voz ahogada:
—¡Tarantallegra!
Un segundo después, a Harry las piernas se le empeza­ron a mover a saltos, fuera de control, como si bailaran un baile velocísimo.
—¡Alto!, ¡alto! —gritó Lockhart, pero Snape se hizo car­go de la situación.
¡Finite incantatem! —gritó. Los pies de Harry deja­ron de bailar, Malfoy dejó de reír y ambos pudieron levantar la vista.
Una niebla de humo verdoso se cernía sobre la sala. Tanto Neville como Justin estaban tendidos en el suelo, ja­deando; Ron sostenía a Seamus, que estaba lívido, y le pedía disculpas por los efectos de su varita rota; pero Hermione y Millicent Bulstrode no se habían detenido: Millicent tenía a Hermione agarrada del cuello y la hacía gemir de dolor. Las varitas de las dos estaban en el suelo. Harry se acercó de un salto y apartó a Millicent. Fue difícil, porque era mucho más robusta que él.
—Muchachos, muchachos... —decía Lockhart, pasando por entre los estudiantes, examinando las consecuencias de los duelos—. Levántate, Macmillan..., con cuidado, señorita Fawcett..., pellízcalo con fuerza, Boot, y dejará de sangrar enseguida...
»Creo que será mejor que os enseñe a interceptar los hechizos indeseados —dijo Lockhart, que se había queda­do quieto, con aire azorado, en medio del comedor. Miró a Snape y al ver que le brillaban los ojos, apartó la vista de inmediato—. Necesito un par de voluntarios... Longbottom y Finch-Fletchley, ¿qué tal vosotros?
—Mala idea, profesor Lockhart —dijo Snape, deslizán­dose como un murciélago grande y malévolo—. Longbottom provoca catástrofes con los hechizos más simples, tendría­mos que enviar a Finch-Fletchley a la enfermería en una caja de cerillas. —La cara sonrosada de Neville se puso de un rosa aún más intenso—. ¿Qué tal Malfoy y Potter? —dijo Snape con una sonrisa malvada.
—¡Excelente idea! —dijo Lockhart, haciéndoles un ges­to para que se acercaran al centro del Salón, al mismo tiem­po que la multitud se apartaba para dejarles sitio—. Vea­mos, Harry —dijo Lockhart—, cuando Draco te apunte con la varita, tienes que hacer esto.
Levantó la varita, intentó un complicado movimiento, y se le cayó al suelo. Snape sonrió y Lockhart se apresuró a re­cogerla, diciendo:
—¡Vaya, mi varita está un poco nerviosa!
Snape se acercó a Malfoy, se inclinó y le susurró algo al oído. Malfoy también sonrió. Harry miró asustado a Lock­hart y le dijo:
—Profesor, ¿me podría explicar de nuevo cómo se hace eso de interceptar?
—¿Asustado? —murmuró Malfoy, de forma que Lock­hart no pudiera oírle.
—Eso quisieras tú —le dijo Harry torciendo la boca.
Lockhart dio una palmada amistosa a Harry en el hombro.
—¡Simplemente, hazlo como yo, Harry!
—¿El qué?, ¿dejar caer la varita?
Pero Lockhart no le escuchaba.
—Tres, dos, uno, ¡ya! —gritó.
Malfoy levantó rápidamente la varita y bramó:
¡Serpensortia!
Hubo un estallido en el extremo de su varita. Harry vio, aterrorizado, que de ella salía una larga serpiente negra, caía al suelo entre los dos y se erguía, lista para atacar. To­dos se echaron atrás gritando y despejaron el lugar en un segundo.
—No te muevas, Potter —dijo Snape sin hacer nada, disfrutando claramente de la visión de Harry, que se había quedado inmóvil, mirando a los ojos a la furiosa serpiente—. Me encargaré de ella...
—¡Permitidme! —gritó Lockhart. Blandió su varita apun­tando a la serpiente y se oyó un disparo: la serpiente, en vez de desvanecerse, se elevó en el aire unos tres metros y volvió a caer al suelo con un chasquido. Furiosa, silbando de enojo, se deslizó derecha hacia Finch-Fletchley y se irguió de nuevo, enseñando los colmillos venenosos.
Harry no supo por qué lo hizo, ni siquiera fue consciente de ello. Sólo percibió que las piernas lo impulsaban hacia de­lante como si fuera sobre ruedas y que gritaba absurdamente a la serpiente: «¡Déjale!» Y milagrosa e inexplicablemente, la serpiente bajó al suelo, tan inofensiva como una gruesa man­guera negra de jardín, y volvió los ojos a Harry. A éste se le pasó el miedo. Sabía que la serpiente ya no atacaría a nadie, aunque no habría podido explicar por qué lo sabía.
Sonriendo, miró a Justin, esperando verlo aliviado, o con­fuso, o agradecido, pero ciertamente no enojado y asustado.
—¿A qué crees que jugamos? —gritó, y antes de que Harry pudiera contestar, se había dado la vuelta y abando­naba el salón.
Snape se acercó, blandió la varita y la serpiente desapa­reció en una pequeña nube de humo negro. También Snape miraba a Harry de una manera rara; era una mirada astuta y calculadora que a Harry no le gustó. Fue vagamente cons­ciente de que a su alrededor se oían unos inquietantes mur­mullos. A continuación, sintió que alguien le tiraba de la tú­nica por detrás.
—Vamos —le dijo Ron al oído—. Vamos...
Ron lo sacó del salón, y Hermione fue con ellos. Al atra­vesar las puertas, los estudiantes se apartaban como si les diera miedo contagiarse. Harry no tenía ni idea de lo que pasaba, y ni Ron ni Hermione le explicaron nada hasta lle­gar a la sala común de Gryffindor, que estaba vacía. Enton­ces Ron sentó a Harry en una butaca y le dijo:
—Hablas pársel. ¿Por qué no nos lo habías dicho?
—¿Que hablo qué? —dijo Harry.
¡Pársel! —dijo Ron—. ¡Puedes hablar con las serpientes!
—Lo sé —dijo Harry—. Quiero decir, que ésta es la se­gunda vez que lo hago. Una vez, accidentalmente, le eché una boa constrictor a mi primo Dudley en el zoo... Es una larga historia... pero ella me estaba diciendo que no había estado nunca en Brasil, y yo la liberé sin proponérmelo. Fue antes de saber que era un mago...
—¿Entendiste que una boa constrictor te decía que no había estado nunca en Brasil? —repitió Ron con voz débil.
—¿Y qué? —preguntó Harry—. Apuesto a que pueden hacerlo montones de personas.
—Desde luego que no —dijo Ron—. No es un don muy frecuente. Harry, eso no es bueno.
—¿Que no es bueno? —dijo Harry, comenzando a enfa­darse—. ¿Qué le pasa a todo el mundo? Mira, si no le hubie­ra dicho a esa serpiente que no atacara a Justin...
—¿Eso es lo que le dijiste?
—¿Qué pasa? Tú estabas allí... Tú me oíste.
—Hablaste en lengua pársel —le dijo Ron—, la lengua de las serpientes. Podías haber dicho cualquier cosa. No te sorprenda que Justin se asustara, parecía como si estuvie­ras incitando a la serpiente, o algo así. Fue escalofriante.
Harry se quedó con la boca abierta.
—¿Hablé en otra lengua? Pero no comprendo... ¿Cómo puedo hablar en una lengua sin saber que la conozco?
Ron negó con la cabeza. Por la cara que ponían tanto él como Hermione, parecía como si acabara de morir alguien. Harry no alcanzaba a comprender qué era tan terrible.
—¿Me quieres decir qué hay de malo en impedir que una serpiente grande y asquerosa arranque a Justin la ca­beza de un mordisco? —preguntó—. ¿Qué importa cómo lo hice si evité que Justin tuviera que ingresar en el Club de Cazadores Sin Cabeza?
—Sí importa —dijo Hermione, hablando por fin, en un susurro—, porque Salazar Slytherin era famoso por su ca­pacidad de hablar con las serpientes. Por eso el símbolo de la casa de Slytherin es una serpiente.
Harry se quedó boquiabierto.
—Exactamente —dijo Ron—. Y ahora todo el colegio va a pensar que tú eres su tatara-tatara-tatara-tataranieto o algo así.
—Pero no lo soy —dijo Harry, sintiendo un inexplicable terror.
—Te costará mucho demostrarlo —dijo Hermione—. Él vivió hace unos mil años, así que bien podrías serlo.


Aquella noche, Harry pasó varias horas despierto. Por una abertura en las colgaduras de su cama, veía que la nieve co­menzaba a amontonarse al otro lado de la ventana de la torre, y meditaba.
¿Era posible que fuera un descendiente de Salazar Slytherin? Al fin y al cabo, no sabía nada sobre la familia de su padre. Los Dursley nunca le habían permitido hacerles preguntas sobre sus familiares magos.
En voz baja, trató de decir algo en lengua pársel, pero no encontró las palabras. Parecía que era requisito impres­cindible estar delante de una serpiente.
«Pero estoy en Gryffindor —pensó Harry—. El Sombre­ro Seleccionador no me habría puesto en esta casa si tuviera sangre de Slytherin...»
«¡Ah! —dijo en su cerebro una voz horrible—, pero el Sombrero Seleccionador te quería enviar a Slytherin, ¿lo re­cuerdas?»
Harry se volvió. Al día siguiente vería a Justin en clase de Herbología y le explicaría que le había pedido a la ser­piente que se apartara de él, no que lo atacara, algo (pensó enfadado, dando puñetazos a la almohada) de lo que cual­quier idiota se habría dado cuenta.


A la mañana siguiente, sin embargo, la nevada que había empezado a caer por la noche se había transformado en una tormenta de nieve tan recia que se suspendió la última clase de Herbología del trimestre. La profesora Sprout quiso tapar las mandrágoras con pañuelos y calcetines, una operación delicada que no habría confiado a nadie más, puesto que el crecimiento de las mandrágoras se había convertido en algo tan importante para revivir a la Señora Norris y a Colin Creevey.
Harry le daba vueltas a aquello, sentado junto a la chi­menea, en la sala común de Gryffindor, mientras Ron y Her­mione aprovechaban el hueco dejado por la clase de Herbolo­gía para echar una partida al ajedrez mágico.
—¡Por Dios, Harry! —dijo Hermione, exasperada, mien­tras uno de los alfiles de Ron tiraba al suelo al caballero de uno de sus caballos y lo sacaba a rastras del  tablero—. Si es tan importante para ti, ve a buscar a Justin.
De forma que Harry se levantó y salió por el retrato, preguntándose dónde estaría Justin.
El castillo estaba más oscuro de lo normal en pleno día, a causa de la nieve espesa y gris que se arremolinaba en to­das las ventanas. Tiritando, Harry pasó por las aulas en que estaban haciendo clase, vislumbrando algunas esce­nas de lo que ocurría dentro. La profesora McGonagall gri­taba a un alumno que, a juzgar por lo que se oía, había convertido a su compañero en un tejón. Aguantándose las ganas de echar un vistazo, Harry siguió su camino, pensando que Justin podría estar aprovechando su hora libre para hacer alguna tarea pendiente, y decidió mirar antes que nada en la biblioteca.
Efectivamente, algunos de los de Hufflepuff que tenían clase de Herbología estaban en la parte de atrás de la biblio­teca, pero no parecía que estudiasen. Entre las largas filas de estantes, Harry podía verlos con las cabezas casi pegadas unos a otros, en lo que parecía una absorbente conversa­ción. No podía distinguir si entre ellos se encontraba Justin. Se les estaba acercando cuando consiguió entender algo de lo que decían, y se detuvo a escuchar, oculto tras la sección de «Invisibilidad».
—Así que —decía un muchacho corpulento— le dije a Justin que se ocultara en nuestro dormitorio. Quiero decir que si Potter lo ha señalado como su próxima víctima, es mejor que se deje ver poco durante una temporada. Por su­puesto, Justin se temía que algo así pudiera ocurrir desde que se le escapó decirle a Potter que era de familia muggle. Lo que Justin le dijo exactamente es que le habían reservado plaza en Eton. No es el mejor comentario que se le puede hacer al heredero de Slytherin, ¿verdad?
—¿Entonces estás convencido de que es Potter, Ernie? —preguntó asustada una chica rubia con coletas.
—Hannah —le dijo solemnemente el chico robusto—, sabe hablar pársel. Todo el mundo sabe que ésa es la marca de un mago tenebroso. ¿Sabes de alguien honrado que pue­da hablar con las serpientes? Al mismo Slytherin lo llama­ban «lengua de serpiente».
Esto provocó densos murmullos. Ernie prosiguió:
—¿Recordáis lo que apareció escrito en la pared? «Te­med, enemigos del heredero.» Potter estaba enemistado con Filch. A continuación, el gato de Filch resulta agredido. Ese chaval de primero, Creevey, molestó a Potter en el partido de quidditch, sacándole fotos mientras estaba tendido en el barro. Y entonces aparece Creevey petrificado.
—Pero —repuso Hannah, vacilando— parece tan majo... y, bueno, fue él quien hizo desaparecer a Quien-vosotros-sabéis. No puede ser tan malo, ¿no creéis?
Ernie bajó la voz para adoptar un tono misterioso. Los de Hufflepuff se inclinaron y se juntaron más unos a otros, y Harry tuvo que acercarse más para oírlas palabras de Ernie.
—Nadie sabe cómo pudo sobrevivir al ataque de Quien-vosotros-sabéis. Quiero decir que era tan sólo un niño cuando ocurrió, y tendría que haber saltado en pedazos. Sólo un mago tenebroso con mucho poder podría sobrevivir a una maldi­ción como ésa. —Bajó la voz hasta que no fue más que un su­surro, y prosiguió—: Por eso seguramente es por lo que Quien-vosotros-sabéis quería matarlo antes que a nadie. No quería tener a otro Señor Tenebroso que le hiciera la compe­tencia. Me pregunto qué otros poderes oculta Potter.
Harry no pudo aguantar más y salió de detrás de la es­tantería, carraspeando sonoramente. De no estar tan enoja­do, le habría parecido divertida la forma en que lo recibie­ron: todos parecían petrificados por su sola visión, y Ernie se puso pálido.
—Hola —dijo Harry—. Busco a Justin Finch-Fletchley.
Los peores temores de los de Hufflepuff se vieron así confirmados. Todos miraron atemorizados a Ernie.
—¿Para qué lo buscas? —le preguntó Ernie, con voz tré­mula.
—Quería explicarle lo que sucedió realmente con la ser­piente en el club de duelo —dijo Harry.
Ernie se mordió los labios y luego, respirando hondo, dijo:
—Todos estábamos allí. Vimos lo que sucedió.
—Entonces te darías cuenta de que, después de lo que le dije, la serpiente retrocedió —le dijo Harry.
—Yo sólo me di cuenta —dijo Ernie tozudamente, aun­que temblaba al hablar— de que hablaste en lengua pársel y le echaste la serpiente a Justin.
—¡Yo no se la eché! —dijo Harry, con la voz temblorosa por el enojo—. ¡Ni siquiera lo tocó!
—Le anduvo muy cerca —dijo Ernie—. Y por si te en­tran dudas —añadió apresuradamente—, he de decirte que puedes rastrear mis antepasados hasta nueve generaciones de brujas y brujos y no encontrarás una gota de sangre muggle, así que...
—¡No me preocupa qué tipo de sangre tengas! —dijo Harry con dureza—. ¿Por qué tendría que atacar a los de fa­milia muggle?
—He oído que odias a esos muggles con los que vives —dijo Ernie apresuradamente.
—No es posible vivir con los Dursley sin odiarlos —dijo Harry—. Me gustaría que lo intentaras.
Dio media vuelta y salió de la biblioteca, provocando una mirada reprobatoria de la señora Pince, que estaba sacando brillo a la cubierta dorada de un gran libro de hechizos. Fu­rioso como estaba, iba dando traspiés por el corredor, sin ser consciente de adónde iba. Y al fin se dio de bruces contra una mole grande y dura que lo tiró al suelo de espaldas.
—¡Ah, hola, Hagrid! —dijo Harry, levantando la vista.
Aunque llevaba la cara completamente tapada por un pasamontañas de lana cubierto de nieve, no podía tratarse de nadie más que Hagrid, pues ocupaba casi todo el ancho del corredor con su abrigo de piel de topo. En una de sus grandes manos enguantadas llevaba un gallo muerto.
—¿Va todo bien, Harry? —preguntó Hagrid, quitándo­se el pasamontañas para poder hablar—. ¿Por qué no estás en clase?
—La han suspendido —contestó Harry, levantándo­se—. ¿Y tú, qué haces aquí?
Hagrid levantó el gallo sin vida.
—El segundo que matan este trimestre —explicó—. O son zorros o chupasangres, y necesito el permiso del direc­tor para poner un encantamiento alrededor del gallinero.
Miró a Harry más de cerca por debajo de sus cejas espe­sas, cubiertas de nieve.
—¿Estás seguro de que te encuentras bien? Pareces preocupado y alterado.
Harry no pudo repetir lo que decían de él Ernie y el res­to de los de Hufflepuff.
—No es nada —repuso—. Mejor será que me vaya, Hagrid, después tengo Transformaciones y debo recoger los libros.
Se fue con la mente cargada con todo lo que había dicho Ernie sobre él:
«Justin se temía que algo así pudiera ocurrir desde que se le escapó decirle a Potter que era de familia muggle...»
Harry subió las escaleras y volvió por otro corredor. Estaba mucho más oscuro, porque el viento fuerte y helado que penetraba por el cristal flojo de una ventana había apa­gado las antorchas. Iba por la mitad del corredor cuando tro­pezó y cayó de cabeza contra algo que había en el suelo.
Se volvió y afinó la vista para ver qué era aquello sobre lo que había caído, y sintió que el mundo le venía encima.
Sobre el suelo, rígido y frío, con una mirada de horror en el rostro y los ojos en blanco vueltos hacia el techo, yacía Justin Finch-Fletchley. Y eso no era todo. A su lado había otra figura, componiendo la visión más extraña que Harry hubiera contemplado nunca.
Se trataba de Nick Casi Decapitado, que no era ya transparente ni de color blanco perlado, sino negro y nebli­noso, y flotaba inmóvil, en posición horizontal, a un palmo del suelo. La cabeza estaba medio colgando, y en la cara te­nía una expresión de horror idéntica a la de Justin.
Harry se puso de pie, con la respiración acelerada y el co­razón ejecutando contra sus costillas lo que parecía un redo­ble de tambor. Miró enloquecido arriba y abajo del corredor desierto y vio una hilera de arañas huyendo de los cuerpos a todo correr. Lo único que se oía eran las voces amortiguadas de los profesores que daban clase a ambos lados.
Podía salir corriendo, y nadie se enteraría de que había estado allí. Pero no podía dejarlos de aquella manera..., te­nía que hacer algo por ellos. ¿Habría alguien que creyera que él no había tenido nada que ver?
Aún estaba allí, aterrorizado, cuando se abrió de golpe la puerta que tenía a su derecha. Peeves el poltergeist sur­gió de ella a toda velocidad.
—¡Vaya, si es Potter pipí en el pote! —cacareó Peeves, ladeándole las gafas de un golpe al pasar a su lado dando saltos—. ¿Qué trama Potter? ¿Por qué acecha?
Peeves se detuvo a media voltereta. Boca abajo, vio a Justin y Nick Casi Decapitado. Cayó de pie, llenó los pulmo­nes y, antes de que Harry pudiera impedirlo, gritó:
—¡AGRESIÓN! ¡AGRESIÓN! ¡OTRA AGRESIÓN! NINGUN MOR­TAL NI FANTASMA ESTÁ A SALVO! SALVESE QUIEN PUEDA! AGREESIÓÓÓÓN!
Pataplún, patapán, pataplún: una puerta tras otra, se fueron abriendo todas las que había en el corredor, y la gen­te empezó a salir. Durante varios minutos, hubo tal jaleo que por poco no aplastan a Justin y atraviesan el cuerpo de Nick Casi Decapitado.
Los alumnos acorralaron a Harry contra la pared hasta que los profesores pidieron calma. La profesora McGonagall llegó corriendo, seguida por sus alumnos, uno de los cuales aún tenía el pelo a rayas blancas y negras. La profesora uti­lizó la varita mágica para provocar una sonora explosión que restaurase el silencio y ordenó a todos que volvieran a las aulas. Cuando el lugar se hubo despejado un poco, llegó corriendo Ernie, el de Hufflepuff.
—¡Te han cogido con las manos en la masa! —gritó Ernie, con la cara completamente blanca, señalando con el dedo a Harry.
—¡Ya vale, Macmillan! —dijo con severidad la profesora McGonagall.
Peeves se meneaba por encima del grupo con una mal­vada sonrisa, escrutando la escena; le encantaba el follón. Mientras los profesores se inclinaban sobre Justin y Nick Casi Decapitado, examinándolos, Peeves rompió a cantar:
—¡Oh, Potter, eres un zote, estás podrido, te cargas a los estudiantes, y te parece divertido!
—¡Ya basta, Peeves! —gritó la profesora McGonagall, y Peeves escapó por el corredor, sacándole la lengua a Harry.
Los profesores Flitwick y Sinistra, del departamento de Astronomía, fueron los encargados de llevar a Justin a la en­fermería, pero nadie parecía saber qué hacer con Nick Casi Decapitado. Al final, la profesora McGonagall hizo aparecer de la nada un gran abanico, y se lo dio a Ernie con instruccio­nes de subir a Nick Casi Decapitado por las escaleras. Ernie obedeció, abanicando a Nick por el corredor para llevárselo por el aire como si se tratara de un aerodeslizador silencioso y negro. De esa forma, Harry y la profesora McGonagall se quedaron a solas.
—Por aquí, Potter —indicó ella.
—Profesora —le dijo Harry enseguida—, le juro que yo no...
—Eso se escapa de mi competencia, Potter —dijo de manera cortante la profesora McGonagall.
Caminaron en silencio, doblaron una esquina, y ella se paró ante una gárgola de piedra grande y extremadamen­te fea.
—¡Sorbete de limón! —dijo la profesora.
Se trataba, evidentemente, de una contraseña, porque de repente la gárgola revivió y se hizo a un lado, al tiempo que la pared que había detrás se abría en dos. Incluso aterrorizado como estaba por lo que le esperaba, Harry no pudo dejar de sorprenderse. Detrás del muro había una escalera de caracol que subía lentamente hacia arriba, como si fue­ra mecánica. Al subirse él y la profesora McGonagall, la pa­red volvió a cerrarse tras ellos con un golpe sordo. Subieron más y más dando vueltas, hasta que al fin, ligeramente ma­reado, Harry vio ante él una reluciente puerta de roble, con una aldaba de bronce en forma de grifo, el animal mitológico con cuerpo de león y cabeza de águila.
Entonces supo adónde lo llevaba. Aquello debía de ser la vivienda de Dumbledore.